domingo, 28 de febrero de 2010
"La parábola del trueque" de Juan José Arreola
Al grito de "¡Cambio esposas viejas por nuevas!" el mercader recorrió las calles del pueblo
arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos.
Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo
escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y
todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del
traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par.
Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan
rubia como ellas.
Yo me quede temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso.
Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró
deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a
punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzando, me aparté de la ventana y volví el
rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre.
Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía
advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la
turbadora proclama: "¡Cambio esposas viejas por nuevas!" Pero yo me quedé con los pies
clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo
respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.
No puede contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos
temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel
de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad
tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y
voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer,
resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos.
Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía.
Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad.
Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me
pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en
aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a
la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de
mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos
apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo
no tuviera una mujer como las otras. Se puso a pensar desde el primer momento que su
humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo
llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos
rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías,
comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
—¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su
respuesta entre lágrimas:
—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que
parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos
recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes
alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente
atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su
metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El
mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de
oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo
también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer la
característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen
minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres
brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus
esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco
a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron
los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo
de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con
ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una
lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud
general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo
disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre
tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente
que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de
cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del
mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo
los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como
plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se
teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo
separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de ácido
sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si
prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera,rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán
hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de
condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va
llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
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